Esta película es terrible. Es terrible por lo que cuenta y por como lo cuenta. Quizás la historia no es nueva. No, no es nueva. Ni tan siquiera será la última vez que se repita. Como los hombres son capaces de acabar con otros hombres de las maneras más crueles, en un sinsentido. Como son capaces de rebajarse a la altura de los animales, no, aún más bajo. Y como luego la única justificación que encuentran es que cumplían órdenes, y que parece que eso les exime de todo, de ser personas en primer lugar. Rithy Panh realiza un curioso ejercicio para devolvernos toda esa miseria: se coge a unos pocos supervivientes, en especial a un pintor, y los confronta que gente que trabajó en aquel lugar de extermino que era el S-21 (el propio encargado de registrarlo lo reconoce: no los miraba como personas porque al entrar sabían que iban a morir). Pero esa confrontación pasa a un lugar muy especial por la reconstrucción de los actos de aquellos torturadores y carceleros. Sobre los lugares vacios, los espacio deshabitados, ellos van reconstruyendo minuciosamente el trabajo que realizaban, incluso los actos más banales (si algo así podía ser banal), convirtiendo la película en una película sobre la ausencia. La muerte y la ausencia. Porque después de todo, allí faltan todos aquellas personas que murieron asesinadas, sin mayor razón que ser enemigos, imaginarios la más de las veces. Unos enemigos a los que había que destruir. No matar: destruir.
Rithy Panh continua su recorrido minucioso por la tragedia camboyana, desde la probreza extrema de Las gentes del arroz, a la postguerra sin futuro de Una tarde tras la guerra, pasando por almas errantes y exiliados atrapados por el recuerdo. Sin duda un trabajo extraordinario por devolverle a ese país lo único que no le podían quitar: la memoria.