Si hay un cineasta que nos ha acompañado de una manera muy especial en Allzine, ese ha sido sin duda Takashi Miike. Cada película suya siempre fue un acontecimiento especial, cargado de promesas. En una carrera tan exuberante como la suya, había lugar para todo, y uno abría las películas como se abre una caja sorpresa. La de bombones envenenados que nos habremos comido..., pero cuántas cosas hemos degustado golosamente. Los géneros se multiplicaban disparatadamente alrededor de un tronco común, que sería el cine de yakuzas. Si Takeshi Kitano era el hijo que Kinji Fukasaku siempre quiso tener (y sus últimas películas vienen a darnos la razón, si es que alguien lo dudaba), Miike era el bastardo que a Seijun Suzuki le hubiera costado reconocer. El clasicismo furioso frente al delirio colorista y alucinado. Quizás los años no le estén sentando especialmente bien. Tengo una teoría: durante el rodaje de Izo, Miike fue asesinado y reemplazado por un doble. Desde ese momento, su cine es otra cosa y la mayor virtud de cada película nueva es que hace mejor a la anterior. Y así hasta el infinito. Como Izo, precisamente, Miike sigue eternamente corriendo, cruzando mundos y asesinando géneros, pero hace tiempo que abandonó los infernos. En fin, repasemos su obra (su vida es muy aburrida).
En la época del directo a las estanterías de los videoclubs (el famoso v-cinema) había espacio (como en su día en el pinku) para que directores emergentes encontraran su puesto al sol (Kiyoshi Kurosawa o Shinji Aoyama, entre otros). Sin duda, entre todos, el que parece que se lo pasó mejor fue Miike. Entre 1991 y 1995 rueda no pocas películas (doce), que van desde los yakuzas que le harían famoso hasta cualquier cosa (comedietas, artes marciales), siempre con no pocas dosis de delirio (y aun así, no serían nada comparado que lo que haría después). Si algo caracteriza su producción de estos años es una especie de haz lo que quieras. Al menos hasta su encuentro con Hisao Maki e Ikki Kajiwawa, con los que se meterá, entre otras, en Bodyguard Kiba y sus tres entregas (era habitual que hubiera segundas partes… o las que hicieran falta).
Shinjuku triad society, primera película para cine, abrirá, cómo no, una nueva época. No es que dejara completamente el vídeo, pero ahora la cosa iba en serio. Miike iba a ser grande y tenía que empezar a demostrar por qué necesariamente tenía que serlo. Era el momento de pisar el acelerador, y entre películas decentes pero aún con escasas posibilidades, empiezan a surgir clásicos. Ya sea con yakuzas puros y duros (Fudoh, Rainy dogs, Ley lines), jóvenes yakuzas desubicados (Blues harp, Young thugs: Innocent blood, Young thugs: Nostalgia) o yakuzas perdidos (The bird people of China). Empieza a trabajar habitualmente con determinados actores (como Sho Aikawa) y empezamos a ver la velocidad, la brutalidad, el desparpajo que cruzarán su cine como una marca. No es que solo hiciera cine de yakuzas. Le daba para la ciencia ficción juvenil (Andromedia) o algo así como un pinku (Silver) y hasta comedias (Salaryman Kintaro). Pero en 1999 tendríamos una nueva vuelta de tuerca.
Llega Dead or alive. Quien no ha visto el comienzo de Dead or alive no entiende qué es Miike. Y, por lo tanto, quien ha visto el comienzo de Dead or alive ha visto un concentrado brutal de su cine. A Sho Aikawa se unirá Riki Takeuchi (que ya había aparecido en un directo a vídeo: Peanuts), y se convertirán en los dos actores emblemáticos de su edad de oro. Takeuchi no es que fuera muy expresivo (un palo, poco menos), pero la cara se le había quedado fijada en una expresión conveniente para el tipo de cine que Miike le proponía. La trilogía aunará una visión depurada más no pocos disparates (algunos insuperables). Podríamos decir que el director japonés había encontrado su leyenda, pero para eso no nos podemos olvidar de otra película del mismo año: Audition.
Audition será su carta de presentación en muchos lugares, pese a tratar un género inédito para él: el cine de terror, de horror o como se quiera. Las aventuras de la enfermera de turbios pensamientos y el kiri kiri kiri se convirtieron en algo más. Miike acaba de encontrar ya no su lugar en el cine, sino su lugar en el mundo. Los festivales de cine descubrían a un tipo con un cine un tanto turbio y un montón de malas ideas. Y eso que no había llegado aún el año 2001, en el que tras una serie como MPD Psycho y alguna rareza interesante (The city of lost souls) llegaba a la cumbre de su mala leche y el cine más gamberro: Ichi the killer y Visitor Q.
Visitor Q, un directo a vídeo, así, recordando viejos tiempos, era la versión cabrona de Teorema, de Pier Paolo Pasolini. Un tipo se metía en la vida de una familia y la hacía trizas, todo adornado con las más variadas cosas, como un periodista sodomizado con su micrófono. El resultado no tenía desperdicio y la leyenda del director japonés llegó a su máximo, máximo compartido con Ichi the killer, adaptación de un manga, y endiablada puesta en escena de unos yakuzas y asesinos pasados de vueltas… mil veces. Todo con un reparto memorable.
Miike ya ha llegado tan alto en sus desvaríos, que alcanza su propio clasicismo. Frente a los excesos de las anteriores, llega su cine más clásico, más perfecto, más incuestionable. De nuevo con yakuzas, pero unos yakuzas crepusculares, herederos perdidos de Fukasaku: hablamos de Agitator, Graveyard of honor y The man in white.
No es que viva en un mundo perfecto. Estas son simplemente obras que puntean su carrera, llena de más películas, buenas o malas, en su carrera alocada a través del cine japonés. Ahí quedan The happiness of the Katakuris o Gozu y, en el otro extremo (el malo), cosas como Sabu o Kumamoto Monogatari. El balanceo será constante y Miike no parece muy dispuesto a rechazar nada.
Poco a poco, en su grandeza, en el éxito de su manera de entender el cine, empiezan a aparecer ciertos nubarrones. En 2003 será el año de One missed call (su vuelta al cine de terror con una propuesta mucho menos atrevida que Audition), 2004 el año de Zebraman, con un Sho Aikawa convertido en un peculiar superhéroe (y ya todo como más amable), y ese mismo 2004 nos llegará una de sus obras más discutidas: Izo, en la que la locura alcanza niveles difícilmente asumibles, cantautor incluido.
Y entonces, Miike es asesinado y reemplazado por otro.
Ha llegado el tiempo de “el doble de Miike con el bolsillo lleno de dinero”.
2005 será el año de The great yokai war, superproducción infantil en la que Miike sale en los títulos de crédito y se le intuye a ratos. Pero, como decía, esta última fase épica de su cine se caracteriza por que la última hace mejor a la anterior y así hasta el infinito. Se sucederán películas que ya apenas recordamos, pese a nuestra buena voluntad del momento. ¿Quién se acuerda de Waru, de Sun scarred, de Like a dragon? Sukiyaki western Dyango nos devolvería un par de cosas (que nos quitan la presencia de Tarantino haciendo el idiota…, películas para aplaudir en Sitges…, pero bueno, allí se aplaude muy alegremente). Sus Crows zero serían algo si nunca hubiéramos visto sus Young thugs. Yatterman un intento amable (y a ratos cabrón) de revisitar un cierto cine japonés. 13 assassins o Harakiri vueltas de tuerca sobre películas que seguramente no necesitaban esas vueltas de tuerca (y aún nos seguimos preguntando por esos toros…). Ace attorney, Lesson of the evil, For love’s sake, películas que tenían sus cosas… pero podía haber hecho cualquiera. Y ese, en realidad, es el resumen de sus últimos años: Takashi Miike se ha convertido en una etiqueta, y quien lo conozca por su cine de ahora realmente no conoce su cine.
Si queríamos a Miike era porque representaba otra cosa: las ganas de hacer cine frente al dinero para hacer cine. Una mente despierta, llena de ideas, de ocurrencias, de ganas de comerse el mundo, frente al mundo frío y calculador de los estudios. Pero los tiempos se invirtieron y seguramente nuestro hombre pensó que había llegado el momento de ganar algo de dinero y dar un futuro a sus hijos. Sea. Aquel cine que hizo permanecerá, sin duda. Es un cine que invita a volver sobre él, que seguramente no tiene fecha de caducidad y que aún puede sorprendernos como nos sorprendió. Ese era su logro. Miike era ese Johnnie To japonés del que esperábamos cualquier cosa, al que le perdonábamos no pocas y que, a cambio, de vez en cuando nos daba algo, algo grande.
Y mientras seguimos esperando. Una resurrección. Algo. Nuevas cintas de vídeo que luchen contra extraños artilugios digitales.
Introducción: Silien. Restauración y actualización agosto 2014: Anikiba245.
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