¡Esa peña!
Era inevitable verse este cierre de la historia. Con casi tres cuartas partes para acabar con el flashback que se comienza en la primera, resulta una historia más interesante, más rica, con mejores recursos narrativos (intrigas en la corte, el príncipe disfrazado de mendigo para conocer al pueblo sobre el que reinará, traiciones, malentendidos, un buen desplazamiento del protagonismo en un tercer elemento, indagando en sus lazos, motivos y redención); en suma: más entretenida, sin que por eso sea nada del otro mundo, e igual de espectacular en lo visual.
Mejores o peores, estas pelis épicas de la India tienen algo hermoso y universal. Tan universal, que viéndola me acordé de algo que igual os flipa, pero que yo relaciono sin problemas: a mediados del siglo XX, Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant fundaron en París el Centro de Estudios Comparados sobre las Sociedades Antiguas e, influenciados por el estructuralismo tan en boga por aquel entonces, hicieron una revisión de la cultura clásica griega. Detienne escribió sobre las funciones del poeta: la primera era transmitir la palabra divina a los mortales; la palabra de los dioses le era desvelada (se le retiraba el velo para él) de modo que pudiera escucharla, entenderla y llevarla al pueblo. La segunda función del poeta era, para Detienne, cantar las hazañas del guerrero, loar sus victorias, dar voz a sus aventuras, glorificarlas de modo que llegaran al oído de los dioses para que el héroe transfigurase así en mito.
Obviamente, Detienne estaba refiriéndose a Homero, pero esta misma visión de las funciones del poeta ha atravesado todas las culturas y todas las épocas. Y este cine indio lo ha entendido muy bien, hay que reconocerlo.