Hace unos cuatro años, en un ciclo organizado por la Cinemateca en la Lugones y dedicado a la exhibición de películas chinas restauradas por el Archivo Cinematográfico de Taipei, hubo un film inolvidable: La posada del dragón (Long men ke zhan, 1966). Un guerrero de sonrisa abundante atajaba un puñal asesino con los palillos de la comida, un muchacho de bello rostro resultaba ser una muchacha de letal habilidad con la espada, un complicado sistema de poleas y cuerdas lanzaba flechas que liquidaban por sorpresa a medio contingente enemigo, un diabólico eunuco escapaba de sus perseguidores saltando de árbol en árbol. El marco de esos y otros despliegues era una intriga política ambientada en alguna parte de la dinastía Ming, desarrollada en un único decorado (la posada del título y sus alrededores) y realizada con una capacidad para articular forma, estructura y contenido que recordaba directamente al mejor Kurosawa.
La importancia de su virtuoso autor había sido varias veces subrayada por revistas especializadas como Sight & Sound y Cahiers du Cinéma y por media docena de premios en diversos festivales internacionales, aunque por estas costas siguió siendo siempre tan desconocido como la mayoría de los grandes realizadores orientales. Tanto, que su muerte en enero de 1997 pasó completamente desapercibida para el periodismo rioplatense. Su nombre era Hu Chin-Chuan o, para occidente, King Hu.
Talento versátil
Hu nació en Pekín en 1931 y desde joven se quedó al margen de todo. Militaba en la izquierda cuando China se volvió comunista en 1949 pero algo después tuvo la infeliz idea de visitar Hong Kong, justo cuando las fronteras fueron cerradas. Obligado a quedarse, incluso a pesar de sus ideas, Hu debió ganarse la vida pintando y dando clases mientras aprendía cantonés, el dialecto local. Su primer contacto con la industria del cine fue como escenógrafo e inmediatamente después obtuvo un par de roles como actor. Tras demostrar su talento dirigiendo escenas sin acreditar para otros realizadores, Hu tuvo la primera oportunidad de hacer un film propio en el estudio de los hermanos Shaw, especializado en películas de género. Primero rodó para ellos algunos trabajos de compromiso y luego filmó su primer trabajo importante, Ven a beber conmigo (Da zui xia, 1965) (1), un film que redefinió el cine de acción histórico chino (también llamado wuxiapian) al incorporar por primera vez elementos de acrobacia, música y coreografía heredados de la ópera de Pekín.
El wuxiapian es al cine chino lo que el cine de samurais es al japonés o el western al norteamericano: un género rigurosamente nacional que define sus propias reglas a partir de una determinada base cultural, mezcla de hechos históricos y leyendas. Cultivar cada uno de estos géneros no es sencillo porque en esencia no se parecen a nada, aunque puedan aceptar cualquier tradición narrativa. Practicarlos correctamente exige no sólo una raigambre determinada sino además la voluntad necesaria para investigar en la historia buscando temas y ajustando toda clase de detalles de ambientación. El cine chino cultiva el wuxiapian desde sus comienzos, pero con sus películas King Hu logró revitalizarlo y otorgarle un dinamismo y un cuidado plástico que le hacía falta y que rara vez había tenido, aplicando a sus films un cuidado obsesivo digno de un gran artesano.
Inmediatamente después de estrenar Ven a beber conmigo, Hu se apartó de los Shaw y se sumó a la pequeña productora Union, con sede en Taiwan, necesitada de un talento versátil como suyo. Allí organizó la producción del estudio, construyó sets y compró equipos, además de escribir y realizar la citada Posada del dragón, cuyo descomunal éxito en toda Asia lo colocó en una posición privilegiada y consolidó la moda del wuxiapian. Basado en ese triunfo pudo tomarse dos años de trabajo para terminar su film más ambicioso y complejo, Un toque de Zen (Hsia un, 1968), que terminó siendo mutilado por el estudio a causa de su duración total (tres horas) y su enorme costo (2). Esa frustración lo llevó a abandonar Union y a formar su propia productora, para la cual volvió a Hong Kong. Tres años más tarde logró reunir el dinero para realizar primero El destino de Lee Khan (Ying chun ge zhi Fengbo, 1973) sobre un enigmático personaje histórico, y luego Los valientes (Chung chung lieh t'u, 1974).
Algo no anduvo bien, sin embargo, porque a esos films le siguieron cuatro años de inactividad hasta el notable regreso que supuso Lluvia en las montañas (Shang-chung ch'uan-ch'i, 1979). Al éxito de ese film siguieron otros cuatro títulos menores de los que se supo poco y nada fuera de Hong Kong. Recién en 1990, tras cuatro años de inactividad, King Hu volvió a disponer de los medios para realizar una superproducción gracias al productor y director Tsui Hark. Responsable del éxito internacional de cineastas como John Woo y Ringo Lam, el inquieto Tsui Hark se había impuesto aplicando pautas estilísticas locales a géneros foráneos, como el policial de gángsters, el terror y el fantástico, guardaba una gran admiración por las películas de Hu y ahora quería resucitar el wuxiapian. Fue así que estimuló la alianza de Hu con el director de escenas de acción y especialista en artes marciales Ching Siu Tung, formado en la ópera de Pekín y dueño de un talento desbordante a la hora de plasmar en imágenes toda clase de combates acrobáticos. Así surgió El espadachín (Xiaoao jianghu, 1990), film que efectivamente hizo resurgir el género y desplegó tras su paso toda clase de imitaciones y secuelas. De ninguna de ellas participó King Hu, sin embargo. Su último film fue una comedia aparentemente menor con Sammo Hung (el hermano de Jackie Chan) y la bellísima Joey Wong, titulada Piel pintada (Hua Pi Zhi Yinyang Fawang, 1992). Después se apartó de la industria y se apagó en silencio.
Un toque de Hu
King Hu tuvo el perfil de esos talentos malditos con los que nadie sabe bien qué hacer pero que, dadas una serie de condiciones difíciles, son capaces de realizar películas tan sorprendentes y singulares que terminan abriendo nuevos caminos. Un dato lateral pero elocuente de su marginalidad es el hecho de que las pocas películas suyas que se consiguen en video están editadas en mandarín, lengua principal de China continental, mientras que el grueso de la producción de Hong Kong se comercializa de manera prioritaria en cantonés. Su filmografía, además, es muy breve para los promedios que se manejan en Hong Kong y en las entrevistas que dio siempre surgen dos o tres proyectos que nunca logró concretar. Eso vuelve todavía más preciosa la posibilidad de ver los títulos que sí terminó y que constituyen en su mayor parte experiencias inolvidables.
Los cuatro que mejor difusión tuvieron en occidente son La posada del Dragón, Un toque de Zen, Lluvia en las montañas y El espadachín. Estos wuxiapian parecen ejemplificar bien su recorrido, sus obsesiones y sus talentos, ya que Hu participó en todos ellos no sólo como realizador sino además como guionista y diseñador. Los tres primeros, de hecho, constituyen un todo bastante compacto: son en Cinemascope, transcurren principalmente en un solo lugar, comparten los mismos intérpretes principales y la misma voluntad por dejar trascender una cuestión moral por detrás del mero despliegue físico.
La más sencilla es La posada del Dragón, que se agota poco más allá de su intriga política de base rigurosamente fáctica. "La dinastía Ming fue uno de los períodos más corruptos de la historia política china", aseguró Hu en una entrevista con Tony Rayns (3). "La mayoría de sus emperadores fueron malos (...) y el poder real quedaba en manos de los eunucos de la corte que crearon su propio servicio secreto, el tung ch'ang o Grupo Oriental. Podían arrestar y ejecutar a cualquiera, incluyendo ministros de la corte, sin rendir cuentas y sin ningún proceso legal. Tanto La posada del Dragón como Un toque de Zen tratan específicamente sobre operaciones del Grupo Oriental. En esa época eran muy populares las películas de James Bond y a mí me parecía que estaba muy mal convertir en un héroe a un hombre de un servicio secreto, así que mis películas fueron una especie de comentario sobre eso". El film consiste sencillamente en un extenso enfrentamiento entre buenos y malos, pero su puesta en escena es de admirable rigor y exactitud. Cada paso de los protagonistas está acompañado por un elegante movimiento de cámara y, en las escenas de acción, subrayado por música específica. Se trata de un brillante ejercicio de estilo que extrae todo el provecho posible de su única locación, que se las arregla para sugerir una relación emotiva entre sus protagonistas con un par de miradas y que se permite momentos dignos de una comedia de situaciones, anticipando -en la minuciosa construcción de esas escenas- ciertos aspectos de la posterior Lluvia en las montañas.
Un toque de Zen es mucho más compleja y en su versión íntegra (que fue compaginada para exhibirse en dos partes) posee el aliento épico de las mejores películas de David Lean. Basado en una serie de relatos cortos, el film conserva una estructura fragmentaria -aunque no episódica- e hilvana las peripecias de una serie de personajes unidos por temas afines al budismo zen. Como ya apuntó Tony Rayns en un artículo para Sight & Sound (Londres, invierno europeo 75/76), cada fragmento desmiente la apariencia del anterior: lo que al principio parece una historia de fantasmas deviene intriga política y culmina en historia de trascendencia espiritual. El joven estudiante Ku (Shih Chun) se enamora de una noble bella y guerrera (Hsu Feng) fugitiva del poder; la ayuda a vencer a sus enemigos diseñando una serie de estrategias eficaces y recibe a cambio un heredero pero no el amor de la joven. Una magistral escena basta para explicar por qué: tras emboscar al ejército enemigo con una serie de dispositivos mecánicos diseñados por Ku e instalados en una residencia abandonada, éste contempla sus triunfantes aparatos y estalla en carcajadas hasta que tropieza con los cadáveres que su operación ha provocado. Asustado, intenta escapar pero sólo logra encontrar más cuerpos inertes. El pavor que lo invade revela que el pobre Ku no está hecho de la madera necesaria para seducir bellas guerreras.
El final de la saga abandona a Ku y traslada el enfrentamiento a personajes hasta ese momento laterales: un oficial del imperio (interpretado por Han Ying-Chieh, experto coreógrafo de los films de Hu y de muchos otros títulos del cine de Hong Kong) y un imponente monje budista (Chiao Hung) cuya fuerza parece surgir de la propia naturaleza. En una serie de planos sucesivos compaginados a toda velocidad, el monje y sus discípulos avanzan como el viento sobre el trigo, como el agua de un torrente o como la mismísima luz del sol. Esa secuencia es sólo una de las muchas libertades formales de tono casi experimental con las que Hu sorprende a lo largo del film. En otro momento divide la pantalla en seis segmentos iguales para ilustrar la expansión de un rumor (y encuentra un complemento sonoro ideal para esa audacia en una superposición fantasmal de voces e instrumentos), y sobre el final, lleva la imagen a su negativo para representar la agonía de un oficial traidor.
La evolución argumental del film justifica la evolución de su forma, que va desde un comienzo expositivo muy clásico, de tiempos elegantemente prolongados, hasta el dinamismo casi abstracto del final. En perspectiva no resulta extraño que en su momento el film haya irritado a sus productores y que, mutilado, desconcertara a su público: lo que vieron debió ser demasiado raro. Lluvia sobre las montañas, en cambio, es una síntesis de inquietudes bastante menos audaz pero más sabia: posee una estructura tan disciplinada y precisa como la de La posada del Dragón pero supera ese modelo al incorporar la voluntad trascendentalista de Un toque de Zen. Toda la acción transcurre en un monasterio budista, donde un grupo de personajes se reúne con el objetivo explícito de encontrar sucesor para el anciano abad. De nuevo nada se corresponde con lo aparente y en realidad casi todos están allí para apoderarse de un valioso manuscrito que forma parte del tesoro del monasterio. En una intriga paralela y perfectamente complementaria, los piadosos monjes se revelan tan codiciosos como los laicos, no ya por el manuscrito sino por el deseo de aspirar a la sucesión del abad. A la evidente intención de fábula, Hu agrega esta vez un eficaz sentido del humor para describir encuentros y desencuentros entre los distintos personajes, que tropiezan constantemente entre sí por los distintos espacios del monasterio buscando el manuscrito en cuestión. Una extensa persecución en el bosque adyacente, filmada con todo virtuosismo, culmina este film que tiene más de un punto en común con La fortaleza oculta de Kurosawa.
Héroe de héroes
El espadachín, por su parte, encuentra a Hu un tanto absorbido por la urgencia habitual que caracteriza las producciones de Tsui Hark, aunque de todos modos logra imponer su relato con una estructura más sólida y mucho menos dispersa que cualquiera de los otros títulos de éste. El tema es una variación sobre el de Lluvia en las montañas, con casi todos los personajes a la caza de un manuscrito sagrado capaz de transmitir el secreto para acceder a misteriosos poderes sobrenaturales. Como pasaba con los mejores MacGuffins de Hitchcock, nadie llega nunca a leer el manuscrito en cuestión y su valor narrativo se limita al torbellino que desata a su alrededor. En Lluvia sobre las montañas el sucesor del abad se encargaba de quemar el manuscrito para alejar futuros codiciosos, ya que "su valor reside en la sabiduría que transmite; por lo demás es sólo un pedazo de papel". Del mismo modo, en El espadachín el secreto del poder sobrenatural termina en manos de un joven artista marcial sin más ambición que retirarse a las montañas para vivir una vida alejada de las turbulencias mundanas.
Hay un detalle particularmente conmovedor en El espadachín. Un par de ancianos han pasado buena parte de su vida componiendo una hermosa canción, Héroe de héroes (o Chong Hoy Yat Sing Siu en la versión original). Agonizando tras ser víctimas de un atentado, los ancianos confían la canción inconclusa al joven protagonista, solicitándole que la termine con éxito: "Lo que nosotros no pudimos lograr, quizá lo logren ustedes los jóvenes".
Hu dejó sin terminar el rodaje de El espadachín, incapaz de tolerar las intervenciones del productor Tsui Hark (que es a su vez un consumado realizador) y de entender las ideas visuales de su director de acción Ching Siu-Tung. Involuntariamente, el hombre que había invertido la mayor parte de sus años en el esfuerzo por convertir al wuxiapian en un arte encontró en este film a sus sucesores.
(1) Los títulos en castellano son traducción literal de los títulos en inglés que figuran en las enciclopedias. Ningún film de King Hu fue nunca estrenado comercialmente en Buenos Aires.
(2) Pese a todo, el film impresionó lo suficiente como para ganar el premio de la Comisión Superior Técnica en la edición 1975 del Festival de Cannes.
(3) Ver Sight and Sound, Londres, invierno europeo 1975/76.
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