Bueno, te tomo la palabra
Estamos ante una de esas películas históricas del cine japonés. También de las más ocultas. El año pasado pudimos descubrir
El asesinato de Ryoma y este año le ha tocado a esta, del añorado Kawashima, ese gran maestro que permanecía inaccesible para el espectador occidental. Según Donald Richie, Kawashima fue el maestro de Imamura y siempre defendió un Japón alejado de la imagen tradicional, de un mundo dominado por los símbolos y los ritos. Para este director, Japón era un país como cualquier otro, donde la religión y la cultura se usaban como ideología dominadora.
Por eso, este
Bakumatsu taiyoden es una comedia vitalista y dicharachera, a veces algo grosera, pero alejada de cualquier tópico del cine japonés. Todos los ritos habituales que encontramos en las películas niponas se muestran aquí como un formalismo estúpido y carente de sentido, que los protagonistas utilizan para engañar a otras personas (formidable el gag de los papeles de compromiso) o simplemente para mantener un status social.
En este último caso, aparece el protagonista, Saheji (gran gran grandísimo Frankie Sakai), un pobre diablo que decide irse de fiesta a un burdel sin tener dinero y termina ganándose un trabajo en el lugar, para acabar convirtiéndose en el auténtico dirigente del lugar, el que hace que todo se mantenga en pie. Saheji es el elemento destructivo que introduce Kawashima, acabando con toda diferenciación social.
También está el aspecto cronológico. La película, como bien indica el título, sucede en los últimos días del shogunato Tokugawa. En el burdel donde sucede toda la acción, un grupo de samuráis prepara el golpe de estado para restaurar al emperador. En otra nota de humor, Kawashima pone al timador Saheji como una figura clave en esta conspiración. Pero quizás lo más interesante de todo es que el director comienza la película filmando el Japón de la época, de 1957, el viejo barrio rojo de Tokio, Yoshiwara. Un año antes de que entrara en vigor la Ley Antiprostitución para que desapareciese el ancestral (y vergonzoso) sistema de burdeles japonés. Traza Kawashima un simil entre estas dos épocas limite, el final del feudalismo y el principio de la democracia. Lo hace, de manera ligera y con humor, proponiendo que la modernización de Japón llegó gracias a un vividor sin moral que conspiraba indecentemente en un burdel de Yoshiwara.
Ese es el discurso de Kawashima, alejado de cualquier otro director japonés (que conozcamos). No encontrarán el hondo dramatismo de posguerra de Kurosawa o Kinoshita. Kawashima es otro estilo. Liberador y desmitificador, también frívolo y a veces grosero. En mi opinión, una película magnífica y posiblemente una obra clave del cine japonés. Imprescindible.