A estas alturas, quien conoce la obra de Yamada sabe lo que puede esperarse de cada nueva obra suya, y con esto me refiero a películas sólidas, con un regusto clásico bastante ausente de la mayor parte del cine contemporáneo, serias, respetuosas con sus personajes y con el espectador, un pelín sensibles, pero profundamente humanas, verosímiles y sentidas. Con esta última obra no viene sino a corroborar que es uno de los más grandes directores vivos y, sin pudor ni recato, nos entrega otro melodrama honrado y doliente, cargado de un puñado de personajes creíbles y carismáticos, presentando sinsabores quizá un tanto azucarados para algunos, pero en ningún momento exagerados ni postizos, a mi parecer. Nada que no se esperara de él, pero no deja de sorprender que, a su edad y con la trayectoria que tiene a las espaldas, el bueno de Yamada sea capaz de seguir dirigiendo filmes tan redondos y bellos como éste, con un indudable aroma añejo pero, lo más importante, duraderos.
Imprescindible.