Y Kaplanoglu cierra su trilogía con una joyita, Honey o Miel o Bal, con la que además ganó el Oso de Oro de Berlín (porque aunque siendo en lo fundamentalmente coherente con las otras dos, esta tiene un niño, y ya se sabe lo conmovedor que puede ser eso para un Festival de Cine).
La película sigue a Yusuf de niño y la relación, fundamentalmente, con su padre, apicultor (pero precisamente las colmenas no están a ras de suelo). Y de paso, nos resuelve muchas cuestiones (Sura, no sólo creo que dice cosas sobre las otras dos películas, sino que pienso que no hace otra cosa
), desde la enfermedad (su padre también es epiléptico) hasta el silencio (Yusuf niño es incapaz de comunicarse con los demás si no es susurrando), pasando por su relación con la naturaleza (que aquí lo es todo... la ciudad ha desaparecido completamente... ya ni tan siquiera es un lugar al que ir, es nada, cero). La película abunda en el silencio (un silencio ficticio, porque esta película es puro sonido), porque su protagonista habita en él. Pero todo respira alrededor de él: el viento, los pájaros, los otros, la lluvia, el cascabel (magnífico sonido),... todo. La película es de una riqueza sonora abrumadora, trabajada hasta el más mínimo detalle (ninguna de las películas de la trilogía, hay que decirlo, tiene música como banda sonora), y la conjunción de todo es pura poesía. Yusuf tiene que ser poeta porque esa es la única manera en la que seguramente va a lograr transmitir todas esas emociones que ha ido absorviendo, la única que le permitirá conservar ese silencio. Yusuf vive en otro mundo, un mundo que tan sólo su padre parece querer entender (su madre se empeña en poco menos que sacarle los demonios de dentro), un mundo en el que todo, hasta el menor gesto, tiene una importancia brutal.
Hay que decir que la interpretación del niño es absolutamente brutal. Y fundamentalmente porque no hace de niño, sino más bien de anti-niño. Solitario, errabundo, silencioso, contemplativo,... Toda su interpretación está en sus gestos, en sus caras, en como se mueve o deja de moverse, y eso no es algo natural, sino que hay que trabajarlo y no poco, y seguramente les llevó lo suyo lograr esa composicion que es de una riqueza fascinante. Y de nuevo, todo es perfecto, el ritmo, la fotografía, el guión (lleno de infinidad de detalles),...
En fín, hablar de Honey, película sensorial hasta donde se puede ser, es un ejercicio algo improductivo. Hay que verla, dejarse atrapar por ella, toda una experiencia de cine extremo.