Kenji Misumi era el hijo bastardo de un rico hombre de negocios y una geisha, nunca reconocido (aunque su padre se ocupó de su educación hasta que tuvo la brillante idea de querer ser artista), y de hecho entrega por su madre desde su nacimiento a una hermana que vivía cerca, lo cual no evitó que sólo la viera una vez en su vida y ya adulto... El caso es que parece que hay coincidencia en que esto no le dejó indemne, y si a ello le sumamos su experiencia de la guerra (fue capturado por los rusos y enviado a Siberia por tres años), no es difícil ver como su cine, un cine de estudios, no lo olvidemos, tenía mucho de personal. Porque Misumi siempre fue un solitario, que mientras sus compañeros de estudio se iban a beber sake él se dedicaba a ir de cine en cine y a tomar café. Y si pensamos en los personajes que pueblan su filmografía no es difícil ver dos detalles: su soledad y la ausencia de un padre. Así tenemos a Zatoichi, Ogami Itto, el protagonista de Kiru, del que hablaba ayer o esta misma, en la que el conflicto tiene una curiosa vuelta de tuerca.
La historia del samurai hambriendo y errabundo que llega a un pueblo en su búsqueda de un algo (en este caso, el asesino de su padre) y se encuentra con un conflicto, no es seguramente nueva... Es más, es uno de los temas tópicos del chambara... Sin embargo en manos de Misumi y con un guión que combina perfectamente la intriga con la acción, se convierte en otra cosa... En un ejercicio de estilo en el que su director da rienda suelta a todo su sentido de la imagen y nos regala con un verdadero torrente de puesta en escena, en el que la cámara nunca está en el lugar ni más fácil ni más obvio, además de una bonita manera de representar los recuerdos... Si a eso le añadimos a, como decía Luzu, su actor fetiche Raizo Ichikawa (rival en las pantallas de la época precisamente de Shintaro Katsu), el espectáculo está servido y resulta inevitable e imprescindible su visionado.
Y si encima cuenta con unos magníficos subtítulos de Surabaya, nos quedamos sin excusas...