Hermosa película sobre un tema que ha sido abordado infinidad de veces y de múltiples maneras: la pérdida de alguien esencial, a quien se redescubre después de su muerte. Como en tantas otras historias, el redescubrimiento se lleva a cabo a través del viaje (camino) que el protagonista emprende hacia el pasado del muerto y hacia su propio pasado. Es en este viaje al pasado donde nace siempre el presente, y donde se descubre lo que pudo haber sido y sin embargo, por muchas razones, no llegó a ser.
Es una película muy dulce en el trato de las relaciones humanas, que arranca sonrisas, y que elude constantemente el melodrama y la ñoñería. Esto porque está contada, fundamentalmente, a través del tono festivo que caracteriza al protagonista, interpretado por un Yakusho magnífico, irresponsable, infantil, espontáneo. Y, por supuesto, por la música, esa danza medieval carnavalesca sobre la muerte —igual para todos— y lo efímero de la vida, a la que se le ha quitado su oscura letra.
El elemento mágico también aparece, por medio de dos personajes eternos, inmortales, que pertenecen al imaginario clásico japonés. Aquí son los que mantienen el lazo que une todos los tiempos, los encargados de transmitir un mensaje de supervivencia; y también lo hacen en forma teatral festiva. Ellos dan, además, título a la película.
En definitiva, se trata de una película muy luminosa, muy sencilla en su forma, que recupera una manera de hablar sobre la muerte ya olvidada en este viejo continente. Hermosa.